Breathe

Breathe
Nunca ha habido nada, pero todo lo que hay es mío.

7.18.2007

Dante's Inferno

A veces pienso que el único cielo e infierno es la propia vida. No dejo de cotejarlo.

Solía decir: La insensibilidad solo puede surgir de la más pura sensibilidad, sino no se podría siquiera denominar, al ser resultado de un opuesto, por prefijo in, ergo por contraste con la emoción misma, tiene que ser conocida, sentida, la sensibilidad.

Entonces hablaba del vacío emocional. Eso que, precisando, reside en el no-sentimiento pleno, en un purgatorio en vida.

Solía hablar de que el vacío era algo tan lejano a la insensibilidad que, casi, se oponía. Podríamos decir: El vacío es un 0, la insensibilidad un menos 10, la sensibilidad un más 10.

Lo corrosivo, está en el poder de la insensibilidad para vivir. El poder bien formado que esta tiene para determinar razones para vivir: querer morirse.

Al fin y al cabo, querer morir es sentir, es desear, es tener una razón jodidamente difícil de derribar, para existir al otro día, una meta: no suicidarse, no haber muerto, no haber perdido la batalla aún.

Ese deseo, la capacidad tan intensa para sentir, es lo suficientemente fuerte para sumirnos en un mundo. Sí, un mundo. Cómo dije al principio, la vida misma es cielo e infierno y podría decir que querer morir es la forma más certera de vivir un infierno y también la forma más extrema de vivir.

Pero, es vivir.

Ahora, ¿qué pasa cuando una vive sumida en ese infierno tanto tiempo que al disolverse ya no queda cielo sino purgatorio? O quizás, el cielo no es tan atrayente, el aire tiene esa lucidez tan clara que se hace inconsistente, el fuego tiene esa cadencia que nos permite sentirnos atraídos, conmovidos, hipnotizados…
Pero, supongamos, que todo se va. Se va al fuego, se va la vida misma, de golpe y porrazo cambian los parámetros y tan solo queda querer vivir, sin desear nada distinto que el existir, sin desear acabar con todo, sin sentir ese dolor punzante, tan solo queda la más resplandeciente vida.

Repentinamente, todo se hace real.

Pero ¿cuál es la recompensa del pasar del tiempo? ¡Las gratificaciones están tan teñidas de lo esporádico! ¡Cuán cortos han de ser los momentos de felicidad! Debería de existir algo, algo que justifique el ser, el estar, alguna motivación para.

Y pienso. Sencillamente pienso en aquel día de acalorado debate en la clase de catequesis, en las que pedí justificación para la existencia, para sufrir y sentir dolor y esforzarse y golpearse y crecer y volverse a parar y respirar a pesar de la perra vida. ¿Por qué? ¿Para qué vine a este mundo? Y lo pregunté con total fervor de que no habría palabra que justifique el ser, el estar.
Una alumna levantó la mano. Me dijo: Natalia, vos no creés en el paraíso, no creés que después de todo esto haya una eterna vida de gloria, no tenés un motivo para vivir porque no creés en recompensa o castigo.

Y es cierto, no lo creo, porque la idea de una eternidad se me hace insoportable, creo que en fin la mayor recompensa de vivir es morir algún día y sencillamente, quedar congelados en el recuerdo de aquellos que amamos.

Prewiev del día del amigo (A merry verry unday)

Este año estuvo lleno de cambios y esos cambios antecedidos por verdades. Una de las verdades aprendidas es que la amistad es impredecible. Solemos rotular, pero establecer un status en un humano es, o bien aligerar la carga, o bien definir responsabilidades para con el vínculo.

Incurrir en una amistad implica estabilidad, en las buenas –y- en las malas. Una amistad es una presencia que acompaña, que está incluso omnisciente, pero la omnisciencia no es lo suficientemente fuerte como para forjar esa amistad. Tampoco creo que un lazo esté determinado solo por las malas. No. Un lazo consituye tanto palabras en el dolor como en las alegrías, compartir, ser parte de otro, estar en la vida de otro.

Por eso digo, este año aprendí lo que es la impredicindibilidad de la amistad. Conozco a alguien. Bien. Cada uno tiene modos, mis modos suelen ser, en la media, atender, dar y dar un poco más, conocer, compartir dolores y alegrías. Pero ¿basta? Me di cuenta de que no. No permitir que me conozcan a mí, tener esa coraza tan impenetrable, no abrirme, no confiar o confiar pero sentirlo superficial, forjaron gente, mucha gente que me hizo parte de su vida y yo no la hice parte de la mía. Quizás, al fin y al cabo, decidí hacerla parte demasiado tarde, cuando ya no había atendido el segundo punto de la amistad: Recibir.

Dar, descubrí, es un proceso simplísimo para aquellos que elaboramos una constitente máscara. El otro ya es, ya está constituido, comunica, cambia, muta, pero uno acompaña esos procesos, los conoce, penetra la coraza con una suerte de inexplicable herramienta para decodificar las acciones y emociones de los demás, un poder analítico que confiere la experiencia de vida propia, y trasladamos efectivamente a los demás. Damos lo que sabemos que podemos dar, sabiendo lo que el otro puede recibir. Ahora ¿recibir? Es una alternativa considerablemente más complicada. Cuando uno se cierra en un vínculo, o cuando uno constituye la esfera de ese vínculo, uno mismo es desconocido. ¿Cuándo uno es conocido? Es difícil de establecer, pero particularmente cuando se conocen los defectos de uno.

El modus operandi de muchos, incluyéndome, es poner un particular método de autodefensa ante nuestras propias debilidades: no mostrarlas. Esto es simple: nos articula como una seguridad en la amistad. Ahora, para gente como nosotros, la expectativa se torna turbia, el panorama se nubla cuando necesitamos recibir. Nos encontramos con que… el otro no tiene idea de cómo dar, no tiene idea de que cumplía un rol que, si bien es intrínseco a la amistad, constituía una expectativa dibujada en nuestro interior y no un explícito.

¿Qué sucede? Nos damos cuenta de que la amistad es cosa de dos, nos damos cuenta demasiado tarde, recién cuando percibimos que nosotros también somos dos polos constantes de una sola cosa: la necesidad. Esta necesidad tiene tanto el dar como el recibir, tanto el dolor como las alegrías.

Por eso este año me sorprendí, porque por primera vez elevé mis stándares de amistad, empecé a necesitar o, al menos, admitir que era una faceta mía. Dicha exigencia me llevó a… quedarme con una sola amiga.

Duele, sí, pero en el fondo descubro lo fundamental: necesitar es parte de ser.

Recién cuando comprendemos nuestras necesidades, comprendemos nuestros reales dolores y nuestras verdaderas alegrías.