Breathe

Breathe
Nunca ha habido nada, pero todo lo que hay es mío.

9.02.2007

Sueño vegetariano

Considerando una de esas cosas extremas, soñar con la libertad animal, cómo cuando en cada bocado de carne muerta, mi tráquea regurgita el pecado, el inodoro reclama la carne masacrada (carcomida), y mi asco avecina el dolor de la repulsiva imagen de súplica de la inocente carne, aquella que desconoce la tortura excepto cuando la liquidan en golpe seco de hacha.


Tengo, aproximadamente, 3 sueños por noche.

Uno de los más recurrentes, probablemente el más armagedónico, es el de una feria en Boedo, con distintos desenlaces. Es un sueño en tonos azules, blancos y negros. Comienzo caminando por el trayecto del puente, ya sin automóviles, llegando a su finalización en la que hay una gran feria, que en realidad es una especie de “Freak Show” al costado de una ruta (ya desentendiéndonos de Boedo). A su vez, en la feria hay una montaña rusa de agua en la que la gente viaja por galerías y cae a los costados, en un abismo de más de 10 metros dónde hay un mar que rompe contra la piedra y los cadáveres estallan, y es azaroso el caer o no, o más bien depende de una cuestión ética: la montaña rusa juzga el destino. Una vez sorteado, se designa a la persona a llevar el cuerpo de alguno de sus compañeros muertos, que luego de reventados contra las piedras pasan a una canaleta y quedan en un depósito, a una gran torre de cuerpos masacrados que funciona a modo de “escultura gigante” en la parte central de la feria. Además, tiene aires de telo, luces rojas y corazones humanos colgantes decorando toda el área. Luego, hay clásicas calesitas que llegada cierta hora desprenden sus caballos de la misma, y trotan hasta el acantilado y caen. Motivo por el cual, llegada la hora, suena una gran campana y la gente debe huir.

¿Dónde huyen?

La salida de ese freak show, en el que cantidades de enanos deformes y mujeres rasuradas mostrando su clítoris “animan” la feria, es volver al mundo real, a Boedo, sólo que ya no es Boedo. Ahora se convirtió en una ciudad rodeada de agua negruzca manchada con petróleo y alquitrán, en la que hay innumerables carreteras (que, en realidad, forman parte de las autopistas) que entrecruzan esta agua, y pequeñas zonas costeras en las que se pueden tomar barcos para ir a los puertos, lugares peligrosos debido a las violaciones, pero que constituyen paso obligado para los nuevos hogares.

Cuando surge la feria, el mundo crea una metamorfosis. La feria es, a modo simbólico, el armagedón en el que las almas son seleccionadas. Probablemente, el acantilado sea un camino al único cielo que yo reconozco: la verdadera muerte. En cambio, quienes sobreviven a la feria son aquellos que vuelven a la vida, sólo que esta vez la vida es un verdadero infierno pesquero. Entonces, nosotros debemos ir a la reconstrucción que hemos logrado de la vida misma: pequeñas casas de tela blanca que flotan sobre el mar, en el que el caminar se hace difícil y todo comienza a hundirse progresivamente.

Los ocre

El mundo ocre está aislado del mundo azul. Es un limbo, en el que las casas limitan con canales de agua dónde flotan cuerpos y diarios antiguos, en los que ya no existe el tiempo ni la comunicación, ni la TV ni la Internet ni los cafés. Tan sólo vivir relegado a ese cuadrado de tela flotando por encima del mar, limitando con otras casillas en las que se ven los espectros a través de la luz amarilla que refleja sus negros cuerpos sobre la blanca tela. Cada casa tiene su finalidad: estabilizarla. Para ello, hay un nivel de normalidad medido en agua y éter. El éter no es transparente cómo se creía, sino que fluctúa sus colores a razón de las emociones mismas de mi persona dormida. Todo venía maravillosamente bien, el agua acumulada en 10 centímetros ahogando mis pies, el éter ocre, el paradisíaco silencio… mis tres Betta Splenders azules, mi gata blanca ronroneando en mis tobillos, chapoteando en el agua.

Claro que la resolución del conflicto fue caótica cuando el aroma a pescado frito y carne asada comenzó a penetrar mi cocina: en una casa contigua, algún imbécil cocinaba carnes, pero la realidad es que absorbía la vida de mis mascotas que comenzaban a tornar sus escamas azuladas en grisáceo, a maullar lastimeramente, a hiperventilar su cuerpo y poner expresiones faciales personificadamente trágicas.

El éter empezó a tornarse rojizo, mientras mi ira aumentaba convirtiendo el aire en veneno, inundando toda la ciudad de agua ácida, oyendo los últimos quejidos de los habitantes, tomando aquellos peces en mis manos y llorando su propia sangre.

El cuerpo de la gata flotando en el agua, el último maullido flotando en mi mente... el agua se ha hecho vómito.